miércoles, abril 4

Ante Cristo preguntémosle: "¿soy yo maestro?".



Mateo 26, 14-25


En aquel tiempo, de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. El primer día de los Azimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?» Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: "El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos."» Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. Al atardecer, se puso a la mesa con los doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?» Él respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!» Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?» Dícele: «Sí, tú lo has dicho».


Reflexión


El mal es un misterio. Y más aún si ese mal consiste en haber recibido la sublime gracia de tener tan cerca al Señor de la gloria. Estamos ante lo que nos supera. Y no debe extrañarnos. El pecado es en sí irracional, incomprensible. No busca sino lo contrario al bien del hombre. Es una destrucción.

Judas, uno de los doce, amigo íntimo del Señor, que le acompañó por tres años, que vio muchos milagros, que saboreó sus divinas palabras; que pudo tocarlo, palparlo, mirarlo, conocerlo y, quizás, amarlo. Pero esa ceguera le bajó los ojos a la tierra, a sus propios intereses, tal vez de orden meramente político, inmediato, material y no trascendente, espiritual como exigía el mandato del amor. Dejó de creer. Y porque de creer dejó, también de esperar y, sobre todo, de amar que es el corazón del cristianismo. Salió resuelto a entregarlo.

La traición vino no en un momento. Fue la traición de una conciencia deformada paulatinamente, poco a poco, comenzando en las cosas pequeñas hasta terminar... ¡en el pecado más grande!

Y hasta qué punto llega el mal a torcer los ojos lo vemos en su hipocresía durante la cena pascual. Sabía que le entregaría. ¿Has visto a Jesús reprochárselo abiertamente? No, sino que parece esperar "el cambio". ¿Lo echó de la cena como quien se lo merecía por lo que haría? Le permitió aún escuchar sus divinas palabras a ver si recapacitaba. No quiso romper su corazón ya endurecido por el diablo con palabras fuertes ciertamente, pero que parecen las más adecuadas para él.

Lo dejó actuar libremente porque libre quiso el Creador a su criatura. Sólo así podía garantizar el verdadero amor. Y Judas no cambió. No reconoció su pecado. Se obstinó. Tuvo el Señor que decirle lo que haría. Y ni con eso se ablandó el corazón, duro por el pecado.

Ya sabemos el resto. Lo que no sabemos es si dentro de nosotros pueda haber algún Judas traidor de Cristo. Seamos sinceros y no nos engañemos ni engañemos a los demás. Ante Cristo preguntémosle: "¿soy yo maestro?".

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